jueves, 29 de junio de 2023

El día que murió Héctor Lavoe




La transmisión barítona de Univisión venía de la tele en la sala. “En las noticias hoy, el Cantante de los Cantantes, Héctor Lavoe murió en…”

 

Mami grita desde su hendidura en el sofá, donde el mundo es una telenovela y se pueden reservar pasajes a Miami y a México para perderse en los dramas de otra gente, segura que siempre tendrán un final feliz. “¡Papo, mira! ¡Héctor Lavoe!”

 

Ella sabía que vendría a escuchar la voz que me había ayudado cuando apenas trataba de encontrar mi propio canto de mi gente en el barrio, y la vida de las putas, los tecatos y las brujas, los tiburones, los cantantes y los soneros, los bodegueros, los perros y las gatas, las matas en las ventanas de los caseríos y retarte a que le dieras la espalda.

 

Me sacudí la morriña de los ojos y me tragué el resto de la teca que tenía desde la punta de mi nariz al fondo de mi garganta. Me fui de la sala. Mami me señala la tele a colores.

 

“Míralo mijo, se murió. Era el mejor de lo mejor, y mira cómo se echó a perder.”

 

Comienza ése cuento suyo de cómo Héctor solía venir a su casa a buscar al tío bonguero Lole para formar un boogaloo de los buenos. Para ese entonces, comenzaban su día con par de tiros directo al cable, bang bang, y después salían a buscar sesiones de yameo, dejando que la sangre los guiara hasta el ritmo indicado.

 

Me hundo en el love seat y acompaño a Héctor a cantar a son del pietaje tecnicolor de una Fania All-Star jovencita, él mirando a su gente a través de gafas de tinte de avellano, traje amarillo canario, su lazo marrón gigante, y todos nos paramos en el patio, cantando y aplaudiendo su trágica comedia. El reportaje corta a una toma de un salsero hospitalizado, retorciéndose bajo sábanas estériles blancas, las gafas demasiado grandes para su cara, saludando a su fanaticada con las fuerzas que aún le quedaban.

 

“Diablo, puro pellejo”, digo. “Mira lo flaco que está.” “Como tú, mantecoso”, Mami responde. “Igualito que tú. Tú sabes porqué estaba así, ¿verdá? ¿Tu sabes, verdá?”

 

Me da la respuesta a su pregunta imitando un puyazo en la curva del codo, pero lo que en realidad quiere decirme es todo ese talento y si sigues jodiendo con esa mierda, lo mismo te va a pasar a ti porque aunque no te puyes las venas, comoquiera te encierras en el cuarto a morirte un poquito todos los días.

 

Después de la restrospectiva, regresé a mi cuarto a huelerme mi última bolsa. Se suponía que fuera la primera del día; la bolsa que me vaciaría completo y me ayudaría a comenzar de nuevo. Apagué la luz, me senté en mi sillita replegable y Héctor me cantó su último tributo. Que problema caballero en que me encuentro yo… Pensé en la pelea de mi tío con su mono. Mami continúa su comentario de las noticias de última hora.

 

“Igualito que tú. Lo que se le encaramó en la espalda no era un mono. No baby, aquello era un King Kong.”

 

El cabeceo comienza a transportarme a una parada. Oigo el rugir de trompetas, una ola de trombones y cambio de dirección. Sigo el sol mientras se cierne rumbo a un cielo negro y frío. Los viejos paran de restrallar sus dóminos en capicús, se apagan las radios, el bochinche no fluye, los portones de las bodegas se cierran de un solo golpe y por fin oigo a mi tío tocar. Está sentando en un banco en el parque con una conga entre sus piernas. Una mujer a mi lado no se da cuenta de que sus caderas se mueven solas hasta que suelta un quejido profundo, pidiendo más. Mi tío me cuenta que aquí es donde ha estado pasando el resto de su vida. Le pregunto si piensa que podamos colaborar. Me pierdo en el dripeo de la manteca en mi garganta. Puedo oír las largas cenizas de un cigarrillo hacer ruido al caer contra el piso.

 

Mami empieza a hablar de la salsa y el amor. Chancletea hasta el baño. Hoy sus pastillas contra el agua trabajan horas extras. Mientras tararea un repique de bongós, me cuenta que mi tío pudo haber sido uno de los mejores, como mi padre pudo haber sido uno de los mejores padres del mundo pero que una vez empezaba a darse el ron por la noche se volvía noventa grados prueba y si creía que mami estaba coqueteando con alguno de sus camaradas de dómino, venía pa’ encima y ¡kapaow! Así fue como algunos de nosotros aprendimos a encontrar la clave.

 

Toca a mi puerta sin llamarme. No contesta cuando respondo. Es un toque para que me levante. Una llamada tipo ‘déjame chequear que el muchacho no se me haya ahogado en su propio vómito’. Carraspeo, respiro hondo y suspiro, porque Mami me jodió la nota con la misma historia acerca del talento que se seca, una fortuna pequeña desperdiciada y todo lo que pudo haber sido y no fue en un mundo donde lo único que queda es cantar acerca de una mujer poniéndose su bata de dormir, hablando de la noche en que vio a Héctor Lavoe cantar en la fiesta anual del Día de las Madres en Gautier Benítez y de cómo esa noche la hizo sentir que ella jamás envejecería.